Quiero...

Y qué pasa cuando el abrazo deseado no llega.
Quiero estar en la tierra,
Quiero sentir cómo el aire hincha mis pulmones
Y luego sale de ellos dejándome aún más vacía.
Quiero mirar al cielo y no verlo infinito, impalpable, intocable.
Quiero pisar el suelo y sentir que mis pies están firmes,
Que mis hombros no se quiebran por el peso de la gravedad,
Que mi cuerpo permanece erguido, aunque quiera desplomarse.
Quiero, quiero, quiero…

(10 de mayo de 2008)

¿Un mal día?

Un día te levantas y, como cualquier otra jornada, la prisa te invade por pillar el autobús, vas llegando a la parada y ves que tu coche también por lo que, aún con alguna legaña perezosa, sacas aliento de los bostezos para llegar antes que el conductor te dé con la puerta en las narices. Casi asfixiada tomas asiento y no puedes evitar tener ese pensamiento: "…empezamos bien".

Llegas al trabajo y todo es estrés, "hoy es un día muy movidito", dicen algunos, mientras tú intentas recuperar el aliento que perdiste cuando corrías tras el autobús. Acaban las horas laborales, más tarde de lo habitual, por lo que vas a clase sin tiempo para comer. En el aula, presentación de algunos profesores que intentan hacer ver que su asignatura es la más importante y, por supuesto, para la que más te tendrás que esforzar, a la vez que hacen alarde de su porcentaje de suspensos que crece año tras año.

De camino a casa descubres que estás a punto de perder un botón y, casi pagando con él la carga de todo el día, tiras del último hilo, para exhibir después el hueco que dejó en lo que queda de recorrido, así, te sorprendes resoplando, tal y como empezaste el día, a la vez que piensas: "lo que faltaba para hoy".

Llegas a la marquesina, en el interior hay alguien y, tras saludar respetuosamente, intentando mostrar un gesto agradable, te lanzas: ¿disculpe, sabe si falta mucho para que llegue el próximo? Tras dos segundos de silencio, el rictus de tu rostro inconscientemente comienza a torcerse en la confusión de que alguien intenta ‘quedarse’ contigo; es entonces cuando tu interlocutor expone la mejor de sus sonrisas y, tras otros dos segundos de reflexión, acompañado de un acento algo dificultoso, espeta: “no entiendo”.

Es aquí cuando miras al cielo y, lejos de pensar: “¡Ojalá no me hubiera levantado hoy!”, una carcajada te invade. Como si de repente lo entendieras todo; como sintiéndote el ser más ridículo y dichoso a la par; como si pudiéramos pensar que, de vez en cuando, la vida nos sorprende; que el día menos pensado, en el momento más inesperado, cuando creemos haber perdido todo el aliento, la mayor insignificancia nos hace esbozar una sonrisa, salida de dentro o casi de ningún sitio, y lo vemos todo minimizado, rozando lo absurdo.
Al fin y al cabo, quizá ésta sea la gracia de estar y sentirse vivo.

(Reflexiones de un día común)