Un pequeño homenaje a quien se merece mucho más

Harta de esperar a que la inspiración me pille trabajando, he decidido no darle más vueltas en la cabeza y enfrentarme a esta hoja (virtual) en blanco.
Hace tiempo que quería desempolvar (también de forma virtual)  palabras y pensamientos y tratar de darles forma en un nuevo texto, pero la tarea se me antoja compleja, más aún cuando es a ti a quien quiero dirigir estas primeras palabras tras el tiempo sin escribir y, también más aún, cuando hay tanto que decir, cuando sé que será imposible estar a la altura, tanto de tu prosa, como de poder plasmar en palabras lo que siento por ti, lo que nos has enseñado, inspirado, transmitido y regalado todo este tiempo.
Uno de tantos veranos en Chipiona.
Debajao: Mi abuelo se ponía el sombrero
de mi hermana y ella la gorra de él.
Ya que tú, abuelo, has sido mucho más que eso. Has sido abuelo, que no es poco, maestro, contertulio, compañero, consejero, confidente y muchas más palabras que impliquen el significado compartir. Porque, detrás de esa apariencia de semblante firme y gesto severo, se encontraba una persona cercana, siempre dispuesta a escuchar y seguir a pies juntillas esa máxima de que Dios nos dio dos oídos y una boca, precisamente para escuchar más y hablar menos.
Y qué bien se te daba… Contigo, cualquier historia, por baladí que fuera, parecía siempre interesante, tenías el consejo apropiado, la palabra precisa o, simplemente, los silencios del que presta verdadera atención y te hace sentir comprendido, cómplice por un momento de tus pensamientos y preocupaciones y partícipe siempre de las alegrías.
Una compañera de profesión escribió en su blog, tras la muerte de su abuela, que volver con historias sería ahora menos alegre, tendría menos valor. No puedo estar más de acuerdo. Ha pasado casi un mes y aún vuelvo a casa con el ligero pensamiento de lo que te tengo que contar de ese día, o no contar, simplemente hablar de temas livianos para despejarme del resto, ver la tele juntos o planear la comida del día siguiente. Te echo tanto de menos.
Desde luego, si algo me ha quedado claro después de tu marcha, es que cuerpo y alma son dos realidades totalmente independientes, si no, ¿cómo puede haber dejado un vacío tan grande un cuerpo así de pequeño? (sabes que lo digo con cariño). Porque eras una gran persona, de espíritu noble y activo, muy activo. Siempre tratando de facilitarnos las cosas a los demás, de hacernos la vida más cómoda, los problemas más llevaderos y los momentos felices más intensos.
Si había algún contratiempo, ahí estaba Enrique para intermediar, intentar solucionarlo y hacerlo cuanto antes.
Persona organizada como la que más: “Las cosas”, como decías, “hay que hacerlas en el momento que, si no, luego se dejan y al final no se hacen”. Constante y comprometido, un hombre de tu tiempo, para los que una palabra tenía tanta o más validez que cualquier papel firmado. Gruñón y cabezoncete, aunque tú mismo reconocías que era el pronto y después bajabas “como la espuma” para acabar haciendo lo que los demás queríamos.
Seguramente al leer estas palabras (porque tengo la certeza de que sabes que las estoy escribiendo), seguirás pensando aquello que tanto repetías: que no te lo mereces. Pero déjame que te diga, abuelo, que no encontraré palabras para agradecerte TODO lo que me has enseñado y aportado en mis 25 años de vida y, por supuesto, en estos casi siete años que he tenido la maravillosa oportunidad de convivir contigo.
Y es que, no sólo me has enseñado de historia, la importancia de consultar el diccionario, a conducir, algún que otro truquillo de bricolaje y demás efectos culturales y cotidianos. He podido recibir, en carne propia, la entrega total que has practicado con los tuyos. Me has hecho creer, por mucho que estos tiempos nos inciten a pensar lo contrario, que el amor verdadero y eterno existe.
Con vuestros más y vuestros menos, como cualquier pareja, riñas y regañinas, habéis compartido 60 años de vuestras vidas, toda una vida, al final de la cual, aún te quedaban palabras de amor y gestos de cariño para ese cielo que un día aceptó ser tu esposa; aún estando enfermo, cuando se supone que debíamos ser los demás los que anduviéramos dándote mimos, te desvivías en atenciones para con nosotros y, por supuesto, con ella.
El modo en que has luchado por seguir adelante en estos últimos meses y el hecho de no haberte rendido en ningún momento, a pesar de los pesares, me han reafirmado en mi idea de que algo bueno debe haber aquí y que no es sólo mi visión utópica, juvenil, aún quizá inocente y un tanto inexperta de este mundo terrenal.
Tu paso por la Tierra no ha sido en vano, has dejado un legado que ni tú mismo imaginas. Yendo a lo material, me basta con dar una vuelta por el salón de casa y ver las obras que, con esas manos de que Dios te dotó, pintaste o compusiste en forma de prosa. Yendo a lo inmaterial, como ya dije antes, no tendría palabras para enumerar cada uno de los bienes que nos has dejado.
El texto que dedicaste al río del pueblo en el que pasaste los años de la guerra, en tu infancia, lo finalizabas con la frase “el río siempre se pierde y siempre está”. Tú, abuelo, como ese río de Ledesma que te acompañó durante el resto de tu vida, siempre estarás, porque seguirás presente en cada uno de los que te queremos.
Por ello, aunque podría seguir escribiendo hojas y hojas, de momento, en ésta, sólo te diré, como tú mismo hacías cuando algo te salía como querías: “¡Qué bien lo has hecho Enrique!”.
Y gracias a Dios por haberte puesto en mi camino todo este tiempo.