Olor a tierra mojada

Comienza a oler a tierra mojada, la tarde se va tiñendo de un color gris blanquecino, amarilleado de vez en cuando por el resplandor de algún rayo que se acerca desde lejos. Y suena el estruendo. Cada vez más cerca. Caen las primeras gotas de forma tímida e interrumpida para, de repente, descargar toda la furia de la tormenta en poco más de quince minutos. Los granizos golpean con fuerza tejados, cristales, chapas, hasta llegar al suelo donde, en segundos, abandonan su forma sólida anegando toda la superficie con el líquido elemento. La ropa, empapada en el patio, parece haberse rendido ante la fuerza de la naturaleza y, a duras penas, se ve azotada por el viento al que contesta con golpes secos y desiguales. En el cristal siguen tintineando los granizos y llega a mis pies la sensación de frío y humedad, pero a la vez de confort por estar en casa.

La tempestad empieza a amainar, en la calle corren dos grandes ríos de barro a los lados de la calzada, acompañados de papeles, hojas de árboles y otros residuos, que irán a parar a los cruces de las calles más llanas y bajas del pueblo.
Los vecinos se asoman tras las puertas. Saludos, gestos de tranquilidad porque está llegando la calma, recuento de agravios provocados por la borrasca y, manos a la obra, a arreglar los desperfectos y achicar el agua que se coló donde no debía.

Continúo asomada a la calle, el aire es ahora más frío, más húmedo, lo siento en la cara y, lejos de transmitirme malestar, me invade una sensación de nostalgia y simpatía por esos días en los que vivía estas tormentas con mas regularidad, en los que el olor a tierra mojada me despertaba cada mañana y sabía que debía calzarme bien para ir al colegio, mi madre me abrigaba como solo las madres lo saben hacer, mochila a la espalada y a la calle, donde, hasta llegar a clase, sorteaba los charcos en compañía de mis vecinas. Una vez allí, todos enseñábamos hasta donde nos llegaba el agua en el pantalón como insignia de haber librado aquella batalla. De vuelta a casa, nos aguardaría ropa limpia y una mesa camilla bajo la cual el brasero devolvería la vida y la temperatura a nuestros pies y el resto de nuestro cuerpo.
La tormenta ya casi ni se percibe, el agua sigue corriendo calle abajo y el cielo comienza a clarear. Se acerca el otoño y quiere asegurarse de que todos estemos enterados.

El reverso de la moneda

La religión está siendo duramente atacada en nuestros días y, los que tienen el poder para hacerlo, lejos de predicar con el ejemplo e intentar ese acercamiento de hermandad recogido en los libros sagrados, parecen haberse sumado a la lucha sin atenerse a razonamientos, pero quizá estemos juzgando un todo mayor a partir de una minoría que es la que estamos acostumbrado a ver y oír en nuestro día a día.
La palabra religión, actualmente, se asocia a conflictos, como el árabe-israelí, a adoctrinamiento, a ideologías conservadoras, a guerra santa y demás términos que poco o nada tienen que ver con el fin primero de estas creencias.
Es cierto que en el pasado la Iglesia, como institución, realizó verdaderas barbaridades (y me quedo corta) en nombre de la Santa Inquisición, para imponer sus creencias o acabar con ideas consideradas por ellos peligrosas, como también es cierto que su tendencia a aliarse con los poderosos que subyugaban al pueblo, flaco favor hizo para relacionar a la institución que materializa en la tierra algo tan abstracto como puede ser la fe, con aquello de poner la otra mejilla, de tender la mano a los necesitados y sobre todo, con ese pasaje que todos deberíamos de tener presente más habitualmente en nuestra vida: “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, cuando ella fue la primera en juzgar y acusar, en la mayoría de ocasiones sin pruebas y con nada más que quimeras y difamaciones.
Podría decir aquí que estos fueron hechos aislados del pasado, que ya nada tienen que ver con el presente y que incluso el Papa, en su día, pidió perdón por los homicidios cometidos y por el daño causado en el nombre de Dios. Pero seguro que habría alguien, y no sin falta de razón, que aludiera a las últimas declaraciones vertidas por el papa Benedicto XVI en su visita a África, la tierra más castigada por el virus del SIDA y menos preparada para hacerle frente, cuando dijo que el uso de preservativos no era un arma eficaz contra el VIH, sino que, "al contrario, sólo aumenta los problemas".
Como también es cierto que todos esos actos y cónclaves que podemos observar en televisión no se caracterizan precisamente por la humildad y austeridad del entorno y de los presentes. Y, en innumerables ocasiones, hemos podido escuchar frases referidas a lo “bien alimentados” que parecen estar la mayoría de cardenales, arzobispos, obispos, vicarios, prelados y demás miembros de la cúpula de la Iglesia católica.
Pero a mí me da por pensar que quizá, la verdadera Iglesia, los verdaderos portadores de la Palabra de Dios, estén en el reverso de la moneda y no sean aquellos que intentan imponer su pensamiento por encima de cualquier otro, estos que viven más cerca de la opulencia que del ‘dar antes que recibir’, y sí sean aquellos que día a día están conviviendo con la miseria, con la guerra y con los más necesitados a uno u otro lado del océano. Aquellos que viven y predican con el ejemplo, a quienes no les ha importado deshacerse de una vida acomodada para cuidar a desvalidos, o quienes están dispuestos a arriesgar su integridad física y su propia vida por estar con quienes sobreviven en la peor de las circunstancias a sabiendas de que no podrán hacer gran cosa para cambiar la situación, pero sí mucho por personas concretas, con nombre y apellidos que, al igual que cualquier ser sobre la faz de la tierra, necesitan sentirse acompañados por alguien, sentirse vivos en alguien y saber que su paso por este mundo ha dejado huella en algún otro ser.
Pero también me da por pensar en aquellos que han sabido adaptar la fe más íntima a los tiempos actuales. Que no ven contradicciones insalvables para otros, por ejemplo, en el uso del preservativo y, lejos de esto, los reparten entre quienes están potencialmente expuestos a contagiarse de alguna enfermedad venérea.
Llegados a este punto me viene a la mente una cita que Arturo Pérez-Reverte escribía en uno de sus artículos dominicales:
"Piensa en todos los que viste erguidos y serenos en mitad de la sangre y la locura. Piensa en los curas y monjas que siguen dispuestos a dejarse hacer pedazos, ellos y ellas, por dar testimonio de que también son posibles la dignidad y la vergüenza bajo el signo de la cruz".
Pensar en estas personas que tuvieron su máximo exponencial en la que todos conocimos como Madre Teresa de Calcuta, en esos misioneros que existen en innumerables vidas anónimas y de los que no tenemos datos concretos a no ser que copen los boletines informativos debido a un secuestro en condiciones adversas o a alguna catástrofe similar, hace que uno quiera reconciliarse con la religión y vea posible que el legado que Jesús quiso dejar se mantiene vivo entre los verdaderos portadores de la fe.