La tempestad empieza a amainar, en la calle corren dos grandes ríos de barro a los lados de la calzada, acompañados de papeles, hojas de árboles y otros residuos, que irán a parar a los cruces de las calles más llanas y bajas del pueblo.
Los vecinos se asoman tras las puertas. Saludos, gestos de tranquilidad porque está llegando la calma, recuento de agravios provocados por la borrasca y, manos a la obra, a arreglar los desperfectos y achicar el agua que se coló donde no debía.
Continúo asomada a la calle, el aire es ahora más frío, más húmedo, lo siento en la cara y, lejos de transmitirme malestar, me invade una sensación de nostalgia y simpatía por esos días en los que vivía estas tormentas con mas regularidad, en los que el olor a tierra mojada me despertaba cada mañana y sabía que debía calzarme bien para ir al colegio, mi madre me abrigaba como solo las madres lo saben hacer, mochila a la espalada y a la calle, donde, hasta llegar a clase, sorteaba los charcos en compañía de mis vecinas. Una vez allí, todos enseñábamos hasta donde nos llegaba el agua en el pantalón como insignia de haber librado aquella batalla. De vuelta a casa, nos aguardaría ropa limpia y una mesa camilla bajo la cual el brasero devolvería la vida y la temperatura a nuestros pies y el resto de nuestro cuerpo.
La tormenta ya casi ni se percibe, el agua sigue corriendo calle abajo y el cielo comienza a clarear. Se acerca el otoño y quiere asegurarse de que todos estemos enterados.
1 comentarios:
ju...que nostalgia he sentido!!!!Ese olor a tierra mojada, esa humedad que cala hasta los huesos pero que es tan reconfortante con una tarde de tele y manta en casa :D
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